“Señora, las Fuerzas Armadas han decidido tomar el control político del país y usted queda arrestada.”
Era la una de la madrugada del 24 de marzo de 1976 cuando el brigadier José Rogelio Villarreal pronunció esas palabras frente a la entonces presidenta Isabel Martínez de Perón. En ese instante, Argentina ingresaba en la noche más larga de su historia: la dictadura militar.
Durante siete años, el autodenominado “Proceso de Reorganización Nacional” impuso el silencio como política de Estado. Secuestros, torturas, asesinatos y desapariciones marcaron el pulso de un país sometido por el miedo. Pasarían décadas hasta que la Justicia pudiera pronunciar su veredicto.

La antesala fue una nación convulsionada. La Argentina de los sesenta y setenta oscilaba entre crisis económicas, conflictos sociales y una creciente polarización política. En plena Guerra Fría, Estados Unidos extendía la Doctrina de Seguridad Nacional para contener cualquier brote de comunismo en América Latina. Bajo ese paraguas, los militares argentinos justificaron el golpe de Estado en nombre del orden, la seguridad y la modernización económica.

La antesala fue una nación convulsionada. La Argentina de los sesenta y setenta oscilaba entre crisis económicas, conflictos sociales y una creciente polarización política. En plena Guerra Fría, Estados Unidos extendía la Doctrina de Seguridad Nacional para contener cualquier brote de comunismo en América Latina. Bajo ese paraguas, los militares argentinos justificaron el golpe de Estado en nombre del orden, la seguridad y la modernización económica.




El 24 de marzo amaneció con 31 comunicados oficiales. Uno de ellos restablecía la pena de muerte. El enemigo no era solo el militante armado: era cualquiera que pensara distinto.

Provincias, universidades y medios fueron intervenidos. Se prohibieron las reuniones, se censuraron libros, se modificaron los programas escolares. Espías infiltrados, listas negras, nombres borrados.
Treinta mil personas fueron secuestradas, torturadas y desaparecidas. Guerrilleros, sindicalistas, estudiantes, artistas, científicos, religiosos, homosexuales o simples lectores de un libro equivocado.




Tras la derrota en la Guerra de Malvinas y la creciente presión internacional, la Junta Militar cayó. En 1983, Raúl Alfonsín asumió la presidencia de un país exhausto, pero decidido a juzgar a sus verdugos. Cinco días después de asumir, ordenó el enjuiciamiento de las juntas y creó la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP). Su informe, Nunca Más, documentó más de 15.000 casos confirmados de desaparición. Los organismos de derechos humanos elevarían luego la cifra a 30.000.


La CONADEP fue clave en los juicios por delitos de lesa humanidad y en el reconocimiento internacional de la desaparición forzada como crimen de Estado. Pero la democracia aún era frágil. En 1987, los levantamientos militares forzaron la sanción de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida. Más tarde, los indultos de Menem sellaron, por un tiempo, el retorno de la impunidad.



Hubo que esperar hasta 2005 para que la Corte Suprema, impulsada por el gobierno de Néstor Kirchner, declarara inconstitucionales aquellas leyes. Los juicios se reabrieron. La Justicia volvió a hablar. Madres, Abuelas e H.I.J.O.S. siguieron marchando con la misma consigna: memoria, verdad y justicia. Desde entonces, se han concluido más de 130 juicios en todo el país.

En Tucumán, los procesos comenzaron en 2008 con la causa “Vargas Aignasse”. Ricardo Bussi, Benjamín Menéndez y otros represores fueron juzgados por la desaparición del senador Guillermo Vargas Aignasse, secuestrado en 1976. En 2011, sus restos fueron hallados en el Pozo de Vargas, una fosa común junto a las vías del tren. Ocho años de excavaciones forenses permitieron devolverle un nombre a los huesos del silencio.




Hoy, los tribunales de Tucumán buscan justicia por 961 víctimas. Entre las pruebas más estremecedoras se encuentra una lista confeccionada por los propios represores durante sesiones de tortura en la Jefatura de Policía provincial: 293 nombres. Al lado de 195 de ellos, una abreviatura: “DF”. “Disposición Final”. El eufemismo burocrático del exterminio.

A casi medio siglo del golpe, la memoria continúa siendo una tarea urgente. En gran parte de Sudamérica, las leyes de amnistía todavía protegen a los responsables: Brasil, Uruguay, Paraguay, Bolivia, Perú. Chile avanza lentamente. Argentina, sola, ha hecho de la justicia su manera de recordar.
Treinta mil. Una cifra que ya no es un número, sino un país que aprendió a mirar su propia sombra.
Atilio Orellana
Es fotógrafo y artista visual, fundador de Agencia Zur. Desde 2005 desarrolla una práctica centrada en el registro documental de la vida social y política contemporánea. Su trabajo explora la memoria, los derechos humanos, las identidades disidentes y los territorios cotidianos, con especial interés en el retrato como espacio de encuentro.